Cada día después de tu partida te soñaba, y
despertaba con los ojos hinchados y una
jaqueca asesina.
Un sábado por la mañana mi hermana corría las cortinas y abría la ventana de mi alcoba, de pronto gritaba con emoción “Buenos días preciosa, hoy
el sol brilla como nunca, ¿te apetece desayunar para luego ir a caminar al parque?”.
Ella discursaba de un modo tan optimista
a pesar de que sus ojos denotaban tristeza por mi estado. Luego de oírla
me incorporé y senté en la cama.
Las
lágrimas insaciables no dejaban de correr por mi rostro, en un momento pensé
que luego de un par de días se habían
agotado, pero no, seguían haciendo arder mis ojos y rostro, aún así me digné a
levantarme más que nada por ella, mi compañera de sangre.
Me
metí a la ducha y sentí mucho dolor en cada rincón de mi cuerpo, palpitaciones
que llegaban a mi espalda como verdaderas cuchillas afiladas, incluso sentí dolor en los dedos de mis manos
y mi respiración entrecortada, mis lágrimas
seguían corriendo confundiéndose con el agua que caía sobre mi cuerpo apaleado.
Ni con agua y jabón pude borrar tus caricias, tu aroma, tus besos y tu cuerpo pegado al mío en
armonía, en estos instantes una armonía letal, te sentía en mí marcado como un
tatuaje imborrable, incluso en el aire que respiraba con cada suspiro
te sentía.
Mientras me secaba frente al espejo, pasé ambas manos por este
con furia y observe detenidamente mis ojeras, mi nariz enrojecida, mis ojos hinchados
y mis mejillas sonrosadas, me repetí a mi misma “ya basta Layla, deja que tu
mente gobierne por favor”. De pronto sentí desvanecerme, alguien gritaba mi
nombre…